Lo primero que hizo al nacer fue acariciar el rostro de su mamá que yacía extasiada por esa pequeña y grandiosa presencia. Sus manos, sus brazos, su cuerpo eran suficiente. Nada alteraba esas miradas permanentes en las que congelaron sus parpadeos. De los pechos en los que descansaba brotaba rocío de leche que la alimentó a su gusto durante tres años. Mamá esperaba siempre, allí, para cuando ella quisiese beber de su miel.